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Cuando era niño
Adán ultrajó sus párpados
con la visión de una adolescente en las aguas.
Esa figura, junto con el primer color del espacio,
lo espoleó amorosamente,
lo hizo girar en su sí mismo,
haciéndolo participar
en una puja interminable de sortilegios edénicos.
Así, poseído por una especie de sibilancia hipnótica,
nada supo del árbol ni del río;
nada supo del núcleo relacional
ni del ángel-reptil.
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